Nadie reparó en ellos, hasta que su particular celebración del domingo se convirtió en un ritual majestuoso: carreras y chillidos que precedían risas; zapatazos que no dejaban distinguir qué suelas eran recién estrenadas y cuáles habían salido del armario de la beneficencia. Se divertían, el niño de la mujer que sostenía un platillo en la puerta de la iglesia y el niño de la mujer que charlaba distraída después de la misa.