Conocí a mi vecina el día que se mudó. Cuando llegó hace tres años, vino a sustituir a una pareja de inquilinos de los que nadie tuvo tiempo de despedirse: se los llevó la policía después de una reyerta en plena calle por negocios de drogas mal avenidos. Una pareja de incipientes ancianos no darían mayores problemas a los —escarmentados— propietarios del piso. Y así fue, a medias.
Ella hablaba con las plantas y le gritaba a él. Él se callaba y sacaba al perro. Su perro se entendía con mi gato, cruzaban miradas y se daban las buenas tardes cuando era por la tarde; los buenos días si era de día. Pero a la señora nunca la vi, solo pude imaginarla. Hasta el día en que subí las escaleras que llevan a mi casa, y ella esperaba el ascensor con una maceta pequeña entre las manos. Hola, le dije. Hola, me contestó. Pero se iba, y por fin —llegado el fin—, le puse cara a la mujer que decían hablaba con las plantas.
Ahora está más presente que antes. Ahora alguien ha puesto una planta en el rellano y sospecho que su marido estaba tan harto de tantas plantas que decidió deshacerse de alguna por el camino. No me acostumbro. Ahora sé que de verdad le hablaba a las plantas, porque la planta del rellano aprendió a hablar. Cuando subo la escalera ahí está la puñetera planta, diciendo “HOLA, buenos días”, si es de día; “HOLA, PODRÍA SER UN VIOLADOR O TU PEOR PESADILLA PERO SOLO SOY LA SILUETA OSCURA, DEFORME Y ARRINCONADA DE UNA INOCENTE PLANTA je-je-je”, si es de noche.